gol? ¿Es esto posible? Usted, joven tan simpático, tan original, y no ha leído nada de Gogol. Tiene usted que leerlo. Le daré sus obras. Absolutamente tiene usted que leerlo, si no me enfadaré.
Otra vez se hace el silencio. El Sabio está recostado en un canapé y reflexiona. Iván Matveievitch deja el cuello de su camisa y se fija en sus botas. No había notado que éstas, al deshelarse la nieve pegada en las suelas, habían producido dos charcos. Está confuso.
—Las ideas no vienen a mi mente—dice el Sabio—. Me parece que es usted también aficionado a cazar pajaritos.
—En el otoño; aquí no, pero en mi tierra.
—Muy bien... Es necesario escribir.
El Sabio se pone en pie y vuelve a su dictado; mas al cabo de algunas líneas siéntase de nuevo en el sofá.
—Dejémoslo para mañana. Venga usted temprano, a las diez. Guárdese bien de retrasarse.
Iván Matveievitch deja la pluma, levántase y se sienta en otra silla.
Cinco minutos de silencio. El joven sabe que tiene que marcharse, que está demás; pero el gabinete del Sabio está tan claro, tan confortable y tan caliente; la impresión de los bizcochos y del te azucarado es tan viva, que su corazón se oprime a la idea de tener que regresar a su casa, donde le aguardan la miseria, el hambre, el frío, los regaños del padre...