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ANTÓN P. CHEJOV

nal en que lo decía. Escuchándole me convencí de que una palabra tiene millares de significaciones según el tono que se la da. Ahora no puedo repetirlas ni reproducir la intención que daba a sus frases; diré solamente que entonces, paseando a lo largo del cuarto, me indignaba, me sublevaba y me despreciaba a mí mismo. Hasta le creí cuando, con lágrimas en los ojos, me declaró que yo era un gran hombre, que debía aspirar a algo mejor, que en el porvenir debería cumplir hazañas extraordinarias y que el casamiento me ataría para siempre.

—¡Amigo mío!—exclamaba apretándome las manos—. Te lo suplico; aprovecha, ahora que es tiempo, y detente: ¡Te conjuro! No lo hagas. ¡Que Dios te proteja de una equivocación semejante. ¡Amigo mío, no desperdicies tu juventud!

Créalo usted o no, pero media hora después estaba yo sentado a la mesa y le escribía una despedida a mi novia. Escribía y me alegraba, porque aun era tiempo y podía reparar mi error. Pegué el sobre y me fui a la calle a echar la carta; el abogado vino conmigo.

—¡Muy bien; perfectamente!—me elogió cuando la carta desapareció en las tinieblas del buzón—. ¡Te felicito con toda mi alma! ¡Me alegro por ti!

Dió algunos pasos al lado mío y luego siguió:

—Es natural; el matrimonio tiene también