sus ventajas. Yo, por ejemplo, soy de los que consideran el matrimonio y la vida de familia como la mayor felicidad.
Y me pintó su vida solitaria de tal modo, que aparecieron ante mis ojos todos los horrores de la soltería.
Describió con entusiasmo su futura esposa, las dulzuras del hogar, y lo hacía con tanta veracidad y hermosura, que al llegar a su puerta me sentía desesperado.
—¿Qué has hecho conmigo, hombre abominable?—exclamaba jadeando—. ¡Eres culpable de mi perdición! ¿Por qué me obligaste a mandarle aquella carta? ¡Si yo la quiero, la quiero!...
La juraba amor eterno, y me horrorizaba de mi acción insensata y estúpida. Ninguno de ustedes se puede imaginar una sensación tan hondamente desesperada. ¡Ah! ¡Lo que sufrí yo en aquellos momentos!... Si entonces hubiera tenido un revólver al alcance de mi mano, me hubiera suicidado sin vacilar.
—¡Basta, basta!...—dijo el abogado riendo y golpeándome en el hombro—. No llores. La carta no llegará a manos de tu novia. La dirección en el sobre la puse yo, y no tú, y la embrollé de tal modo que nadie la comprenderá. Que te sirva esto de lección: no discutas lo que no puedes comprender.»
—¡Ahora, caballero, he acabado! Que cuente el siguiente.
El quinto jurado acomodóse en su butaca;