Aquel estado repercutió en nuestras playas con todas sus vibraciones; aquella situación correspondió como un calco á nuestra propia situación.
Con razón, dice Amunátegui,[1] «Santiago principió por ser un montón de barro coronado de tejas ó ramas de espino. Creció en medio de la ignorancia y de la inmundicia, de la pereza y de la incuria.
La población que habitaba la capital, careció de iniciativa y de espíritu público.
Su historia es triste y monótona como el sonido acompasado de un reloj.
La colonia había nacido con canas y arrugas...»
La libertad bastó para curar ese cuerpo raquítico y extenuado.
Uno de los médicos más distinguidos que llegó á nuestra patria á princiqios del siglo XIX, el Dr. Blest, atribuye á tres causas principales el descrédito de los facultativos en Chile como en las repúblicas de origen español.[2]
A la falta de una educación liberal, en los individuos que son admitidos como miembros de la profesión médica, entre los que se hallan algunos hasta sin la menor cultura superficial.
A la falta de un sistema arreglado de educación médica.
A la mezquina remuneración con que se premia á la asistencia de los médicos.
«Cuando en Inglaterra, Francia, Alemania y Norte-América, dice dicho profesor, se encuentra cultivado este ramo con el mayor empeño, y consagrado á su favor el talento, sabiduría é infatigable celo, de algunos de los mas ilustrados varones del siglo, es seguramente sensible que en esta república de Chile, se halle en el mayor descuido y abatimiento, y que en lugar de algunos progresos, vuelva al grado de incertidumbre é imperfección, en que yacía en los siglos de obscuridad, cuando, según se nos refiere, fueron los médicos mirados como encantadores ó hechiceros.»