ra de España el renombre de nuestros alfaares. Coetáneo de aquél, vemos nacer otro, el cual hubo de compartir con el anterior el dominio en la decoración cerámica vidriada. Nos referimos á los azulejos llamados de cuenca porque sus labores ó adornos rehundidos en las losetas, por medio también de matrices metálicas, dan por resultado que todos los motivos que los decoran, se nos ofrecen formando suaves alvéolos, en los cuales, quedan circunscritos los colores por las sutiles paredillas de los bordes.
Esta clase de azulejos, que muchos llaman de relieve, empleóse de la misma manera que los de cuerda seca, y que los de pisano, pero, además tuvo otra aplicación, en la cual divulgóse extraordinariamente, pues rara es la casa sevillana en que no los veamos formando fondos de los casetones de las techumbres, ó bien cubriendo los espacios entre las vigas y las alfagías. Para aplicarlos á estos usos hubo necesidad de darles doble dimensión que á las losetas cuadradas, que se empleaban en los alicatados, así pues, se fabricaron los llamados de ladrillo por tabla, los cuales, unidos dos, completan un motivo, que vá repitiéndose en cada casetón de una techumbre.
Los adornos que en ellos se emplearon, participan dé los tres estilos que á la sazón se reflejaban en todas las producciones artísticas españolas. Los hay en que domina el gusto sarraceno, en otras se manifiesta el ojival florido, y en todos, unas veces solo, y otras combinados con los referidos estilos, aparece claramente el plateresco. Los colores ó esmaltes con que se enriquecían los distintos dibujos, fueron siempre los mismos que aplicaron los almohades, siendo muy de notar, que el manejo de dichos vidrios, alcanzó su mayor perfección en el siglo XVI por su pureza y brillantez. El verde tinta, el negro, ó morado, muy obscuro, y el melado, son de un lustre singular y con el transcurso del tiempo han adquirido mayor belleza aún por las preciosas irisaciones que los distinguen.
Después de estos procedimientos, la cerámica sevillana fué paulatinamente caminando hacia su ocaso, según demostraremos más adelante. Resumiendo, pues, la lijerísima clasificación que hemos hecho,