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FOLLETIN DE LAS NOVEDADES.

gran satisfaccion nuestra, vimos que las bombas no estaban destruidas, y que el cargamento no se habia descompuesto mucho.

Lo mas recio de la tempestad habia pasado, y no teniamos que temer ya la violencia del viento, pero pensábamos con terror en el momento en que llegara á cesar, bien persuadidos de que en el estado de descalabro en que todo estaba, no podriamos resistir á la espantosa marejada que habia de seguirse. Pero este muy fundado temor no parecia tan inminente.

Durante cinco noches y cinco dias cabales, no tomamos otro alimento que algunos pedazos dę azúcar de palma, sacados con mucho trabajo del castillo de proa. Nuestro buque corrió con incalculable velocidad al impulso de las ráfagas de viento que se sucedian rápidamente, y que sin igualar á la violencia del símun, eran, sin embargo, mas terribles que ninguna de las tempestades que hasta entonces habia corrido. Durante los cuatro primeros dias, nuestro rumbo era al Sudeste, cuarto al Sud; con ligeras variaciones, y de este modo íbamos á ser arrojados á las costas de la Nueva Holanda.

Al quinto dia, el frio se hizo estremado, aunque el viento hubiese girado un cuarto hácia el Norte; el sol apareció con un brillo amarillento y enfermizo, y se levantó algunos grados sobre el horizonte, sin proyectar, una luz franca; no habia ninguna nube aparente, y sin embargo, el viento arreciaba y soplaba con accesos de furia. Cerca del mediodia, á lo que pudimos juzgar, llamó nuestra atencion la fisonomía del sol: no proyectaba luz, propiamente hablando, sinó una especie de fuego sombrío y triste sin reflexion, como si todos sus rayos estuvieran paralizados. Antes de sumergirse en el mar, que iba hinchándose, su fuego central desapareció repentinamente, como si hubiese sido apagado por una potencia inesplicable; no era ya sinó una rueda pálida de color argéntico cuando se precipitó en el insondable Océano.

Aguardamos en vano la llegada del sesto dia, que todavía no ha llegado para mí, que para el desdichado sueco no llegará jamás. Nos vimos sepultados en las mas densas tinieblas, tanto que no hubiésemos podido distinguir un objeto á veinte pasos del buque: envolviónos una noche eterna que no templaba ni aun la claridad fosfórica del mar á que estábamos acostumbrados bajo los trópicos. Observamos tambien que aunque la tempestad continuaba con furia siempre igual, no descubriamos ya ni aun apariencia de esa resaca ni de esas borregas que hasta entonces nos habian acompañado. Todo era horror alrededor nuestro, densa oscuridad, un desierto interminable de azabache líquido. Un terror supersticioso se iba enseñoreando del espíritu del anciano sueco, y por lo que hace á mi me encontraba sumergido en una profunda estupefaccion. Habíamos abandonado por inútil todo cuidado del buque, y agarrándonos lo mejor que pudimos al malestero de mesana, mediamos con amargura la inmensidad del Océano. No teniamos medio alguno para medir el tiempo y no podiamos formar ninguna conjetura sobre nuestra situacion. Estábamos seguros, sin embargo, de haber avanzado al Sur mas que ningun otro navegante, y nos admirábamos de no encontrar los obstáculos ordinarios de hielo. En tanto, cada minuto amenazaba ser el último, y cada ola que venia era la destinada á devorarnos.

EL oleaje escedia á todo lo que yo habia imaginado como posible, y era un milagro á cada instante el no ser sumergidos.

Mi compañero de infortunio hablaba de aligerar nuestro cargamento, y me recordaba las cualidades escelentes de nuestro buque; pero yo no podia dejar de sentir la absoluta falta de esperanza, y me preparaba melancólicamente á esa palabra, que en mi concepto, nada podia diferir mas allá de una hora, puesto que á cada nudo que avanzaba el buque, el oleaje de ese mar