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EDGAR POE.

lado y descubrí gran cantidad de piedras y de mortero. Con estos materiales y con mi palaustre comencé á cerrar y murar la entrada del nicho; á hacer un tabique.

Casi no había colocado la primera hilada de piedras, cuando noté que la embriaguez de Fortunato se había disipado muchísimo. El primer indicio de ello fué un grito sordo, un gemido que salió del fondo del nicho. ¡Aquel era el grito de un hombre borracho!

Despues nada se oyó. Coloqué la segunda hilada, la tercera, la cuarta... y oí el ruido que producían violentas vibraciones de la cadena. Este ruido duró algunos minutos, durante los cuales suspendí mi trabajo y apoyándome sobre los huesos me estuve gozando en él. Cuando cesó, cojí de nuevo mi palaustre y sin interrupcion acabé la quinta, sesta y sétima hilada. La pared llegaba ya á la altura de mis hombros. Me paré de nuevo y levantando las luces por encima de la pared, dirigí sus rayos al personage allí incluido.

Grandes, agudos y dolorosos gritos lanzó el encadenado, y casi me tumbaron de espaldas. Durante un momento hasta temblé, me arrepentí. Saqué la espada y con ella comencé á abrir el nicho; pero un instante de reflexion bastó para tranquilizarme. Me apoyé sobre el muro, respondí á los quejidos de mi hombre, los hice eco, los acompañé, los ahogué con mi voz.

Eran las doce de la noche y mi trabajo se