acababa. Terminé la octava, novena y décima hilada. Concluí gran parte de la oncena y última: una sola piedra faltaba para acabar del todo mi tarea, y estaba ya ajustándola cuando sentí escaparse del fondo del nicho una risotada ahogada que me herizó el cabello. A las carcajadas siguió una voz lastimera, que reconocí difícilmente ser la del noble Fortunato. La voz decía:
— Ha! ha! ha! hé! hé! Chistosa broma, en verdad, escelente farsa! Cuánto hemos de reirla en casa, hé! hé! ¡Nuestro buen vino! hé!, hé! hé!.
— ¡El amontillado!, dije.
— Hé! hé! Sí, el amontillado. ¿Pero no se hace tarde ya? ¿No nos esperan en mi palacio la señora Fortunato y los otros?. Vámonos.
— Si dije, vámonos.
— ¡Por el amor de Dios, Montresors!
— Sí, contesté, por el amor de Dios.
Y nada replicó: escuché y nada oí. Me impacienté. Le llamé á gritos, ¡Fortunato! y nada. Llamé de nuevo ¡Fortunato! y nada. Metí una antorcha por el único agujero que el nicho tenía, y la dejé caer al fondo: oſ ruido de cascabeles y campanillas. Me sentí malo, sin duda alguna por la humedad de las catacumbas. Era preciso concluir: hice un esfuerzo; tapé el agujero y le cubrí de cal.
Requiescat in pace...