dos de libros manchados por los dedos, cruzándose en una irregularidad ilimitada, negros, viejos, destruidos por el tiempo, y también cicatrizados de letras iniciales, de nombres enteros, de grotescas figuras y obras numerosas del cortaplumas, que habían perdido ámpliamente lo escaso de originalidad de formas, que les había sido dada en dias muy lejanos. A una estremidad de la sala había una enorme tinaja llena de agua, y á la otra un reloj de dimensiones prodijiosas.
Encerrado en los macizos muros de esta venerable escuela, pasó sin fastidio y sin tristeza los años del tercer lustro de mi vida. La fecunda imaginacion de la infancia no exije un mundo esterior de incidentes para ocuparse ó divertirse, y la monotonía, lúgubre en apariencia, de la escuela abundaba en escitaciones más intensas que todas aquellas que mi juventud más madura ha pedido al deleite ó mi virilidad al crimen. Con todo eso, debo creer que mi primer desenvolvimiento intelectual fué, en gran parte, poco ordinario y aun desarreglado. En general, los acontecimientos de la edad infantil no dejan sobre el hombre, llegado á la edad madura, una impresion bien definida. Todo es pardusca sombra, débil ó irregular recuerdo, registro confuso de pequeños placeres y de dolores fantasmagóricos. Para mí no es así. Preciso es que haya sentido en mi infancia, con la energía de un hombre formado, todo esto que