la rabia, y cada sílaba que se me escapaba era como un tizón para el fuego de mi cólera. ¡Miserable impostor! ¡malvado! ¡maldito! no me seguirás más la pista; no me impacientarás hasta la muerte. Sígueme ó te atravieso con mi espada en el acto.
Y me abri camino por la sala de baile hácia una pequeña antesala inmediata, arrastrándole tras de mí.
Fué á caer contra el muro; cerré la puerta blasfemando y le mandé sacar la espada.
Vaciló un segundo: luego con un ligero suspiro, sacó silenciosamente la espada y se puso en guardia.
El combate ciertamente no fué largo. Estaba exasperado por las más ardientes escitaciones de todo género, y sentía en un solo brazo la energía y el poder de una multitud. En algunos segundos le acosé por la fuerza del puño contra la pared y alli, teniéndolo á mi discrecion le hundí, multitud de veces, la punta de mi espada en el pecho con la ferocidad de un bruto.
En este momento alguien tocó á la cerradura de la puerta. Traté de prevenir una invasion inoportuna y volví inmediatamente hácia mi adversario moribundo. Pero qué lengua humana puede poner de relieve el asombro, el horror que se apoderó de mí al espectáculo que entonces vieron mis ojos. El corto instante durante el cual yo me habia vuelto de espaldas, había bastado para producir, en apariencia, un cambio