y a babor elevábase el vasto Océano de que acababamos de salir, semejante á un muro inmenso que se retorcia entre nosotros y el horizonte.
Por más que parezca extraño, cuando estuvimos en la boca misma del abismo comencé á serenarme, mirándolo todo con más sangre fria que antes; había renunciado á toda esperanza, y quedé libre de una gran parte de aquel terror que al principio me anonadó: supuse que la desesperación comunicaba rigidez á mis nervios.
Tal vez tome usted por una fanfarronada lo que voy á decirle; pero es la verdad: comencé á reflexionar qué magnifica cosa era morir de aquel modo, y hasta qué punto era en mí una necedad ocuparme del vulgar interés de la conservación de mi persona ante tan prodigiosa manifestación del poder de Dios: pareciame que me sonrojaba de vergüenza cuando aquella idea cruzó mi espíritu. Pocos instantes después sentime dominado por la más ardiente curiosidad respecto al torbellino; experimenté verdaderamente el deseo de explorar sus profundidades, aun á costa del sacrificio de mi vida; y mi único sentimiento era no poder referir nunca á mis compañeros los misterios que iba a sondear. Singulares ideas eran aquellas para el ánimo de un hombre que se hallaba en el último trance; y con frecuencia he pensado después que las evoluciones del barco al rededor del abismo me habían trastornado un poco la cabeza.
Otra circunstancia contribuyó á serenarme, y fué que el viento había dejado de soplar y no podía alcanzarnos ya en nuestra situación, pues, como podrá usted juzgar por sí mismo, la faja de espuma está mucho más abajo del nivel general del Océano, y este último nos dominaba entonces como la cresta de una alta y negra montaña. Si no se ha encontrado usted nunca en el mar durante una fuerte borrasca, no le será posible