na y su vida doméstica. Aquella señora, literata distinguida á su vez, niega valerosamente todos los vicios y las faltas atribuídas al poeta. «Con los hombres, escribía á Griswold, tal vez sea como usted le pinta, y tratándose de ellos, acaso no le falte razón; pero yo aseguro que con el bello sexo es muy diferente, y que jamás mujer alguna pudo menos de experimentar interés por el poeta. A mi me pareció siempre un modelo de elegancia, de distinción y de generosidad...
»La primera vez que nos vimos fué en Astor—House: Willis me había entregado en la mesa El Cuervo, porque el autor, según me dijo, deseaba saber mi opinión.
La música misteriosa y sobrenatural de aquel poema extraño me penetró tan íntimamente, que cuando supe que Poe deseaba ser presentado en mi casa, experimenté un sentimiento singular semejante al espanto.
Al verle llamóme la atención su hermosa y altiva cabeza, su ojos sombríos de penetrante mirada, llenos de expresión, sus finos modales, que eran una mezcla indefinible de orgullo y dulzura: saludóme, sereno y grave hasta la frialdad; mas bajo ésta traslucíase tan marcada simpatia, que no pude menos de quedar profundamente impresionada. A partir de aquel momento hasta su muerte, fuimos amigos... y sé que en sus últimas palabras hubo un recuerdo para mí. Antes de que su razón cayera de su trono soberano, dióme una prueba de su leal amistad.
»En su interior, sobre todo, á la vez sencillo y poético, se me revelaba el carácter de Edgardo. Poe bajo su más hermosa luz. Locuaz, afectuoso, espiritual, tan pronto dócil como maligno, cual niño mimado, siempre tenía para su joven y adorada esposa, así como para cuantos iban á interrumpirle en medio de sus mas arduas tareas literarias, una palabra amable, una sonrisa benévola y corteses atenciones. Pasaba interminables horas ante su pupitre, bajo el retrato de su