esperasen la inmovilidad para hacer presa de mi cuerpo. ¿A qué alimento, pensé yo, se habrán acostumbrado en este pozo?
Ya habían devorado, á pesar de mis esfuerzos para impedirlo, casi todo el contenido de mi plato; mi mano estaba ya acostumbrada al movimiento de vaivén hacia el mismo, y por efecto de la uniformidad maquinal de aquel, había perdido toda su fuerza. A tal punto llegaba la voracidad de los roedores, que con frecuencia clavaban sus agudos dientes en mis dedos.
Con los pedacitos de carne aceitosa que aún quedaba, froté la ligadura allí donde podía alcanzar, y retirando después mi mano del suelo, permanecí inmóvil sin respirar.
Los voraces animales se atemorizaron al principio por el cambio, por la cesación del movimiento; alarmáronse y emprendieron la retirada, volviendo algunos de ellos al pozo; pero esto duró sólo un instante, y no en vano conté con su glotonería.
Al observar que continuaba inmóvil, uno o dos de los más atrevidos saltaron al tablado y olfatearon la ligadura, lo cual me pareció señal de que la invadirían muy pronto todos los demás; y en efecto, una numerosa legión salió del pozo; todos se agarraron á la madera, escaláronla y saltaron á centenares sobre mi cuerpo. El movimiento regular del péndulo no les inquietaba en manera alguna; evitaban su paso y roian activamente la ligadura aceitosa; oprimiéndose cada vez más, se amontonaban sin cesar sobre mí; enroscábanse sobre mi cuello; sus hocicos buscaban mis labios; su peso multiplicado me sofocaba casi; y una repugnancia que no tiene nombre en el mundo levantaba mi pecho, helándome el corazón como un pesado vómito. Comprendí, sin embargo, que dentro de un minuto habría terminado ya la horrible operación, pues sentía que la ligadura se aflojaba, y estaba seguro