de que los roedores la habían cortado en más de una parte. Con una resolución sobrehumana permaneci inmóvil, y pronto pude reconocer que no me habia engañado en mis cálculos: mis padecimientos no resultaron inútiles. Al fin observé que estaba libre; los pedazos de la ligadura pendían al rededor de mi cuerpo; pero el movimiento del péndulo atacaba mi pecho; habia cortado ya la tela de mi sayón y la camiseta interior; osciló dos veces más, y la sensación de un dolor agudo atravesó todos mis nervios; pero era llegado el momento de la salvación. Un ademán con la mano bastó para que mis salvadores emprendieran tumultuosamente la fuga; y entonces, practicando un movimiento resuelto y oblicuo, aunque con prudencia, y aplanándome lentamente, me deslicé fuera de la ligadura y de los alcances de la cimitarra. Por lo pronto, cuando menos, estaba libre.
¡Libre! ¡Y en las garras de la Inquisición! Apenas hube salido de aquel horrible lecho y dado algunos pasos por el calabozo, el movimiento de la máquina infernal ceso, y observé que la retiraba alguna fuerza invisible por el techo. Este detalle me desesperó, pues comprendí que se espiaban todos mis movimientos.
¡Libre! No había escapado de la muerte en forma de agonia sino para sufrir alguna cosa peor por cualquier otro medio; al hacer esta reflexión, fijé la mirada convulsivamente en las paredes de hierro que me rodeaban; y entonces eché de ver ¡cosa singular! un cambio que se producía en la habitación, y que al principio no pude apreciar claramente. Al cabo de algunos minutos de horrorosa meditación, y cuando me perdía en vanas conjeturas, observé por primera vez el origen de la luz sulfurosa que iluminaba la celda. Provenía de una grieta de media pulgada de anchura que se extendia al rededor del calabozo por la base de las paredes, las cuales parecian asi separadas del suelo y está -