—Entonces no es usted de la logia.
—¿Cómo?
—No es usted masón.
—¡Sí, sí, —repuse—eso sí!
—¿Usted? ¡Imposible! ¿Usted mason?
—Sí, masón.
—Veamos; una señal.
—Mire usted—repliqué, sacando una paleta de albañil de entre los pliegues de mi capa.
—Usted se chancea—exclamó, retrocediendo algunos pasos; pero vamos á ver el amontillado.
—Sea—contesté, guardando el útil, y ofreciendo el brazo a mi amigo. Fortunato se apoyó con pesadez y continuamos nuestro camino en busca del amontillado. Después de atravesar una serie de arcos muy bajos seguimos avanzando por una bajada, y al fin llegamos á una cripta profunda, donde la impureza del aire más bien enrojecia nuestras luces que las hacía brillar.
En el fondo de aquella cripta descubríase otra no menos espaciosa; sus paredes se habían revestido con los restos humanos acumulados en los subterráneos que estaban situados sobre nosotros, á la manera de las grandes catacumbas de Paris. Tres lados de la cripta tenían aquel adorno; pero en el cuarto se habían arrancado los huesos, que yacían confusamente en el suelo y formaban en cierto sitio una especie de muro; en la pared desnuda, por la caída de los huesos, veíase un nicho de cuatro pies de profundidad, por tres de ancho y seis ó siete de altura; al parecer no se había construido para ningún uso especial, constituyendo simplemente el intervalo entre dos de las enormes pilastras que sostenían la bóveda de las catacumbas, apoyándose en una de las paredes de granito macizo que limitaban el conjunto.
Inútilmente trató Fortunato de escudriñar la profundidad del nicho levantando su hacha, pues la luz,