muy debilitada, no nos permitía ver la extremidad.
— Avance usted—dije á mi amigo; allí está el amontillado. En cuanto á Luchesi...
—¡Es un ignorante!—interrumpió Fortunato, adelantándose un poco, y seguido de cerca por mí.
En un momento alcanzó la extremidad del nicho, y al ver que la roca le cerraba el paso, detúvose con aire perplejo. Un instante después teníale encadenado en la pared de granito, donde había dos grapones de hierro á la distancia de dos pies uno de otro, y dispuestos en sentido horizontal; en uno de ellos hallábase suspendida una cadena corta, y en la otra un candado; enlace con aquella la cintura de Fortunato, y pude sujetarle facilmente, porque era tal su asombro, que no se resistió; después retiré la llave del candado y sali del nicho.
—Pase usted la mano por la pared—le dije—pues no podrá menos de tocar el nitro. A decir verdad está muy húmedo, y por eso suplicaré á usted una vez más que se vaya. ¿No quiere usted? Pues bien; será preciso marcharme, pero le dispensaré antes las atenciones que están á mi alcance.
—¡El amontillado!—exclamó mi amigo, no recobrado aún de su asombro.
—Es verdad—repliqué—el amontillado.
Al pronunciar estas palabras acerquéme al montón de osamentas de que ya he hablado, separé algunas de ellas y dejé en descubierto un buen número de ladrillos y mortero. Con estos materiales, y sirviendome de mi paleta, comencé á tapiar la entrada del nicho.
Apenas colocaba la primera línea de ladrillos, reconocí que la embriaguez de Fortunato se disipaba en gran parte; el primer indicio que tuve fué un grito sordo, un gemido que salió del fondo del nicho; pero no era el grito de un hombre ebrio. Después siguióse