un silencio profundo; puse otras tres lineas de ladrillos, y entonces of las furiosas vibraciones de la cadena; el ruido duró algunos minutos, y durante ellos me agaché sobre las osamentas para deleitarme más, interrumpiendo mi trabajo. Cuando el rumor cesó empuñé de nuevo mi paleta, y sin más interrupción coloqué la quinta línea de ladrillos, la sexta y la séptima; la pared llegaba entonces casi á la altura de mi pecho; detúveme un poco, y elevando las hachas, dirigí algunos débiles rayos sobre mi amigo.
De pronto resonaron varios gritos agudos de la persona encadenada, y esto me hizo retroceder violentamente. Durante un instante vacilé, temblé; pero al fin, desenvainando mi espada, introduje la hoja á través de las aberturas del nicho. Un instante de reflexión bastó para tranquilizarme; puse la mano sobre la sólida pared de la cueva, acerquéme al muro y respondi á los alaridos de mi hombre con otros más ruidosos aún: de este modo conseguí hacerle callar.
Era entonces la media noche, y mi obra tocaba á su fin; había completado ya la octava línea de ladrillos, la novena y la décima, y una parte de la undécima y última, faltándome sólo ajustar una piedra. La moví con trabajo, y coloquéla al fin en la posición apetecida. En el mismo momento resonó en el nicho una carcajada ahogada que me puso los cabellos de punta, y á la cual siguió una voz triste que á duras penas reconocí como la de Fortunato.
—¡Ah, ah!—exclamaba—¡no es mala broma! ¡Buena jugarreta! ¡Cómo nos reiremos en el palacio, ja! já! de nuestro buen vino!
—Del amontillado!—dije yo.
—¡Já, já! si, del amontillado. Pero ya es tarde. ¿No nos esperan en el palacio la señora Fortunato y los demás? Vámonos.
—Si—repuse—vámonos.