—No—contestó el barón, volviéndose bruscamente hacia el que hablaba.— Dices que ha muerto?
—Es la pura verdad, señor, y presumo que no os desagradará mucho la noticia.
Una sonrisa entreabrió los labios del barón.
—¿Cómo ha muerto?—preguntó.
—En sus imprudentes esfuerzos para salvar la parte preferida de su equipo de caza, ha perecido miserablemente entre las llamas.
—Ver... da... de... ramente ha sido así?—exclamó el barón deletreando, y como impresionado por algún sentimiento misterioso.
—Asi es—repuso el vasallo.
—¡Eso es horrible!—dijo el joven con mucha calma, y volviendo tranquilamente al palacio.
A partir de aquella época, observóse un notable cambio en la conducta del joven libertino, el barón Federico von Metzengerstein, conducta que burlaba todas las esperanzas y daba al traste con las intrigas de más de una madre. Sus costumbres y manera de obrar difirieron cada vez más de las de la aristocracia de los alrededores. No se le veía nunca fuera de los límites de su propio dominio, y en el mundo sociable no se le conocia compañero alguno, á menos de que se considerase que el enorme caballo impetuoso, de color de fuego, que montaba siempre desde aquella época, tenia en realidad algún derecho misterioso al titulo de amigo.
Sin embargo, el barón recibía periódicamente invitaciones de sus vecinos, para asistir á alguna fiesta, á una cacería, á un baile ó á otra reunión cualquiera; pero limitábase á contestar lacónicamente: «Metzengerstein no irá.» Una nobleza imperiosa no podía soportar estos repetidos desaires; las invitaciones comenzaron á ser menos cordiales y frecuentes, y al fin cesaron del todo.