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—Está Vd. disculpado.

—La mecánica, Señor Burgomaestre, es una ciencia sin límites, cuyos principios pueden aplicarse no sólo á las construcciones ordinarias y á la interpretacion de los cielos, sinó tambien á todos los fenómenos íntimos de la materia cerebral.

—Es mi opinion.

—Qué es el cerebro, sinó una gran máquina, cuyos exquisitos resortes se mueven en virtud de impulsos mil y mil veces transformados? ¿Qué es el alma, sinó el conjunto de esas funciones mecánicas? La accion físico química del estímulo sanguíneo, la trasmision nerviosa, la idea, en su carácter imponderable é intangible, no son sinó estados diversos de una misma materia, una y simple en sustancia, inmortal y eternamente indiferente, al obedecer á la fatalidad de sus permutaciones, que producen un infusorio, un hongo, un reptil, un árbol, un hombre, un pensamiento, en fin.

—Todo eso está muy bueno, Señor Baum; pero yo deseo ver sus autómatas, porque se hace tarde. Soy materialista, y sus palabras no me causan espanto ni novedad.

El Señor Baum se puso de pié y dirigiéndose á la puerta, llamó á un criado.

—Avise Vd. á los maquinistas, que el Señor Burgomaestre desea que comiencen las manifestaciones.

Al instante una de las paredes del aposento se elevó como un telon, y vimos, frente á nosotros, una gran sala, en lo que no faltaba nada: caballetes, pianos, flautas, fusiles, espadas, libros, etc.

El Sr. Baum volvió á tomar asiento.

—Música!..... Baile!

—Fritz! vas á salir tú de autómata,—me dijo el Burgomaestre.

Sonreí, porque aunque fuera cierto, mi pariente no sabía la que le estaba pasando.

Y así fué. Uno de los autómatas, con un violoncello en la mano izquierda y una silla en la derecha, se sentó en medio del salon; pero, lo que más agradó á mi primo, fué que su cara y su cuerpo eran mi propio retrato.

El músico ejecutó con maestría una preciosa introduccion, despues de la cual, un pianista le acompañó de tal modo, que no pudimos menos de aplaudir.

Un tercer autómata se acercó al piano, y dando vuelta una de las hojas del libro, la música continuó, agregando el canto,—y tan hermosa fué la pieza que ejecutaron, que mi tio no sabía cómo expresar su admiracion, al Señor Baum, que se mantenía callado.

Los músicos se retiraron.

En su lugar aparecieron dos hermosas niñas que, con traje de ilusion y guirnaldas de flores, bailaron con tal gracia y soltura El despertar de las Hadas, que músicos invisibles producian, que yo mismo tuve tentaciones de lanzarme en medio de ellas para acompañarlas. Se retiraron.

—¡Duelo! dijo el señor Baum.

Dos gallardos jóvenes entraron al salon, por puertas opuestas, y despues de saludarse, cruzaron sus armas, y luego se detuvieron un momento.

—Era tu destino morir en mis manos.

—No tal, que la herida no es cierta en tus armas.