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HORACIO KALIBANG

o

LOS AUTOMATAS



I.

—.... Es completamente falso,—dijo el Burgomaestre, llevando á sus lábios la copa verde, en la que su sobrino acababa de servirle el delicado vino del Rhin.

—¿Y lo creis fuera de los límites de lo concebible?—preguntó Hermann, con malicia.

—Lo concebible! lo concebible! todo es concebible, sobrino, pero no todo es posible.

—Así he oido decir más de una vez; pero desde que conocí el hecho, con su aterradora realidad, he llegado á comprender que existen fenómenos extraños, que la ciencia humana no explica y que talvez no podrá nunca explicar.

—Tu opinion no es más que la de un niño de escuela.

—Mi tio!

—Y qué? ¿Te imaginas, por ventura, que pueda ser otra cosa? ¿Qué, sinó un mequetrefe, es el que niega las verdades reveladas al hombre por su contraccion y aplicacion incesantes al estudio de la Naturaleza, aceptando una necedad, como la que acabas de manifestar? ¿Crées, acaso, que mis canas son de ayer? ¿Has pretendido sospechar que hablas con un religioso, fanático, que vá á admitir tus preocupaciones á título de creencias ó de fé? Nó, Hermann, nó; estás muy equivocado. Pero ¿porqué no sirves al Mariscal? Y tú, Luisa, ¿has perdido el paladar, despues de lo que has oido? Kasper, pásame aquel jamon. Capitan! Rhin?

—Gracias; estoy servido ya.

—Mariscal ¿una tajada de jamon? Excelente, mi Mariscal; es del mejor que se fabrica en Pomerania, con pechuga de ganso.

El Burgomaestre tenía razon. Era aquel un bocado exquisito, que todos juzgaron con rigor, sin poder llegar á otro resultado que el de declarar que era exquisito, con lo cual puede afectarse igualmente á una linda mujer y á un rico jamon de Pomerania.

Razon tendrá el lector, y mucha, para quejarse por la extraña introduccion que me he permitido regalarle, antes de haberle presentado á Horacio Kalibang, con todo la solemnidad que