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riacion de las imágenes. Sus pupilas no se alteraban con el punto de mira; eran como las de esos retratos que fijan al frente y que tanto pavor causan á los niños que por primera vez los observan.—Eran la expresion del plano en el relieve.

—Muy buenas noches, señoras y caballeros,—dijo, mirando simultáneamente á todos.

—Excelentísimas las pase Vd., Sr. Kalibang,—balbuceó mi pariente el Burgomaestre, al ver que los lábios del recien llegado se movian de idéntico modo al pronunciar cada una de las sílabas de aquellas palabras,—tome Vd. asiento.

—Gracias; como carezco de peso, cualquiera posicion me es igual.

En aquel momento, sólo había dos rostros que no manifestaran el más profundo terror: el del Teniente Blagerdorff, y el de Horacio Kalibang. El primero brillaba con el relámpago de la victoria; el segundo tenía estampada la eterna sombra de la indiferencia. Yo no me cuento. Kalibang hizo un movimiento con el brazo derecho, y al instante su cuerpo se inclinó de tal manera, que la línea de gravedad cayó á medio metro de sus pies.

—Imposible!—exclamó el Burgomaestre;—esto está fuera de todas las leyes físicas.

—A no ser que . . . . insinuó Kasper.

—Que. . . que . . . á no ser que seas tan mentecato como mi sobrino.

—Mi tio!

—Calla, Hermann,—dijo Luisa, haciéndole un gesto que dominó al Teniente.

—A no ser—repitió Kasper,—que el señor Kalibang sea hueco, ó lleve piés de platino.

—Qué?

—Opino así, porque teniendo el platino un peso específico de 21, puede servir de resistencia á la gravedad del cuerpo, en una inclinacion de este grado, teniendo en las piernas bastante energía para no ceder.

—No digas tal cosa, Kasper..... el Selior Kalibang nos ha declarado, al ofrecerle asiento, que, careciendo de peso, cualquier posicion le es igual.

—Señoras y caballeros, muy buenas noches;—ya ven ustedes que no soy un mito.

Y girando sobre uno de los talones, el Señor Kalibang se retiró, inclinado de la misma imposible manera.

El Mariscal había perdido el apetito, no obstante tocar á los postres, y los demás concurrentes, excepto Hermann y yo, guardaban el más extraño silencio y revelaban el más estúpido pavor.

—¿Sabes lo que es eso, Hermann?—pregunté al Teniente.

—¿Si lo sé? vaya si lo sé!—es lo más estupendo que puede verse; la maravilla mayor entre todos los fenómenos; ¡perder la gravedad!

Sonreí.

—Y qué indiferencia á toda opinion—dijo entre dientes el Burgomaestre.

—Y qué mirada!.... —agregó Luisa.

—Parece un buho!—dijo uno.