Jesucristo, muriendo en el altar de la Cruz, logró la redención de la humanidad, y deseando inducir a los hombres, a través de la observancia de sus mandamientos, a ganar la vida eterna, no recurrió a ningún otro medio que a la voz de sus predicadores, confiándoles la tarea de anunciar al mundo las cosas que es necesario creer y hacer para la salvación. "Le agradó a Dios salvar a los creyentes a través de la necedad de la predicación"[1]. Eligió pues a los Apóstoles, y les infundió con el Espíritu Santo los dones necesarios para ese encargo: "Id, dijo, por todo el mundo y predicad el Evangelio"[2]. Y es precisamente esta predicación la que renovó la faz de la tierra. Porque si la fe cristiana convirtió las mentes de los hombres de múltiples errores al conocimiento de la verdad, y sus almas de la indignidad de los vicios a la excelencia de toda virtud, no las convirtieron de ninguna otra manera, excepto por la forma de predicar: