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maban en verdaderos golpes de mano y tenían en la región andaluza inusitada resonancia.

El episodio que voy á referir y en cuyo relato seguiré estrictamente la tradición oral, que considero histórica, pinta de modo notable el carácter de aquellos hombres, y revela algo de las intimidades de sus existencias algarivas y ambiciosas, que se encenagaban en el crimen por un ducado y solían dar generosamente como San Martín media capa al pobre en determinadas ocasiones.

III

Cierta mañana, los habitantes de la ciudad del Genil, reunidos en el mentidero de la plaza Mayor, comentaban acaloradamente el acontecimiento extraordinario del día.

Los Niños de Ecija habían llevado á cabo, dos noches antes, uno de esos hechos que asombran, que no serían hoy concebibles. El corro de curiosos, que era por demás heterogéneo, puesto que se componía de rapabarbas ministriles, braceros y hermanos de ánimas, hacía aspavientos y admiraciones. Un lego francisco del convento de enfrente, relataba el asunto con pelos y señales y ponderaba el valor y sagacidad de Ojitos, guapo mozo capitán de los Niños, á la sazón, del que se contaban maravillas y heroicidades.

Tratábase del robo de un rico presente enviado por el Sr. Goyeneche, gobernador de la Habana, á S. M. el rey D. Fernando VII. A pesar de la fuerte escolta que llevaba el convoy, los Niños se habían dado tan buenas trazas, en uno de los descansos del camino real, que sin sufrir la pérdida de un solo hombre, lograron apoderarse dé los cajones y balijas. Ocho poderosas muías, cargadas de preciosidades artísticas y objetos de plata y oro pasaron á poder de Ojitos y sus compañeros, desapareciendo, como por encanto, en las cercanías de la Luisiana. El botín ascendía, según el decir de los bien informados, á muchos miles de pesos fuertes.

Departíase en el corro acerca del modo, hasta cierto punto inverosímil, como los siete bandidos habían logrado realizar tan importante golpe de mano, cuando el ruido ronco de un tambor y un numeroso grupo de gente armada que asomó por uno de los costados de aquella plaza aportalada y de monumental aspecto, vino á diseminar á los habladores, y á poner en conmoción á los que en el corro se hallaban.

Como el turbión y el redoblar de cajas avanzaba hacia las Casas Capitulares, lego, ministriles y hermanos de ánimas, se dirigieron allá, engrosando las filas de verduleras y chicuelos que se habían escalonado al paso.

Lo que vieron les horrorizó. Entre un grupo de migueletes, sostenido por los brazos penosamente, iba un hombre como de treinta ó cuarenta años; alto, fornido, simpático, con patilla al uso de la tierra; vestido con traje corto, es decir, con calzón de punto, marsellés, faja bordada, botín pespunteado y sombrero de catite. Tras él, atravesados en cuatro pacientes asnos, se veían cuatro cuerpos muertos. El hombre vivo adelantaba con dificultad y parecía experimentar al menor movimiento terribles dolores; los cadáveres, acomodados en sendas cabalgaduras, mostraban sus rígidas extremidades por los remates de los lienzos que los cubrían y se bamboleaban al tardo paso de las bestias. El lego franciscano y los ministriles y rapabarbas, no tuvieron que preguntar lo que significaba aquel extraño cortejo.

El preso, que maniatado y pálido como la muerte abría la marcha, casi arrastrándose, era el celebrado y simpático capitán Ojitos; los cuatro hombres muertos no podían ser otros que bandidos compañeros suyos, á juzgar por los caballos ricamente enjaezados que llevaban del diestro los migueletes y de cuyos arzones se veían aún pendientes las pistolas y los trabucos naranjeros.

Lo que llamó más la atención de los curiosos fueron los cuatro pares de muías con pesada carga que cerraban esta lúgubre procesión; no podían menos de ser las conductoras del gran convoy que había caído en manos de los Niños hacía dos noches.

El efecto producido por este espectáculo fué tal, que pronto el pueblo entero se dio cita en aquel sitio cubriendo hasta los soportales de la plaza. ¿Como habían muerto aquellos hombres? ¿De qué modo cayeron en poder de los migueletes, tan torpes de ordinario, los restos de tan soberbio golpe de mano? ¿Quién había sido el valiente que apresara al arrojado é invencible Ojitos, terror de Sierra Morena?

Durante muchos meses se repitieron en los mentideros de la ciudad estas preguntas que no pudo contestar ni esclarecer un proceso interminable. Ojitos murió pocas horas después de su entrada en Ecija, sin que fuera posible hacerle confesar lo que había ocurrido. La escena que voy á referir sólo la presenciaron los bandoleros y las dríadas que habitaban en los troncos de los álamos de la isla de Villaverde.

Ahora bien, ¿el anciano que me hizo esta relación muchos años después, fué, acaso, alguno de los niños que escapó al cuchillo de Ojitos ó á las garras de los migueletes? ¿Quién sabe? Yo no puedo asegurarlo, porque jamás me he permitido ver el crimen bajo los cabellos blancos y las arrugas de la senectud.

IV

Luego que se consumó el robo del convoy de la Habana, los Niños, precedidos del capitán Ojitos, se dirigieron á uno de sus más seguros puntos de parada: la isla llamada de Villaverde, distante dos ó tres leguas de la ciudad y cuya situación era la más apropiada para el reparto de todas aquellas riquezas.

El agreste teatro donde había de celebrarse el reparto del botín, estaba en consonancia con la escena fantástica y dramática á la vez que allí iba á representarse. Lejos del camino real, cerrada en sus frentes por altas arboledas y rodeada por las aguas del Genil en la parte opuesta, como aun hoy mismo se conserva, la isleta preferida por los Niños tenía todas las condiciones necesarias para poder pernoctar en ella sin temor á las asechanzas de sus perseguidores. La noche á que se refiere este relato, era una noche de plenilunio, y aquel semicírculo festoneado por tarajas, mimbreras y cañizales, sombreado por álamos negros y alfombrado de florecillas, presentaba, sin duda, el aspecto de uno de esos lugares en que los gnomos y las valkirias del Norte extienden en las veladas nocturnas sus codiciados tesoros para hacerlos brillar ante los ojos del viajero que sigue fascinado la dirección de los inquietos fuegos fatuos. A lo lejos, divisábanse las cortijadas y blancos caseríos que se perdían entre la bruma á la otra banda del Genil.

Para que la semejanza con el reino de los gnomos fuera completa, la isleta de Villaverde soportaba aquella noche verdaderos montones de oro y piedras preciosas.

Siete anchas mantas valencianas extendidas en semicírculo sobre el musgo, iban recibiendo, por turno, los objetos que el capitán Ojitos arrojaba desde el centro del corro formado por los seis bandoleros. El capitán tomaba las piezas de un gran montón que tenía ante sí, é iba repartiéndolas con precisión y habilidad extrema. Las vasijas de carey y plata, las estatuitas de marfil y sándalo, los objetos de China y el Japón, las joyas adornadas de pedrería fina, iban volteando por el aire y caían sobre cada uno de aquellos paños de colores produciendo ruidos extraños y dando fantásticas vislumbres. Cada uno de los bandidos permanecía al lado de su manta, inmóvil, resignado, sin desplegar los labios. Ojitos apartaba para la suya, colocada á su derecha, una parte semejante y chupaba tranquilamente su veguero repitiendo á media voz estas palabras: — ¡Oro! ¡plata! ¡terciopelo! ¡marfil! ¡sándalo! ¡porcelana! ¡seda!... etc.

Cuando el gran montón desapareció del todo y las siete mantas estuvieron casi repletas, el capitán se cruzó de brazos y se dispuso á repetir la frase sacramental: «que os sirva de provechos» Pero en este momento, el segundo, un bandolero llamado el Zurdo, feo y mal encarado, cuyos codiciosos ojos recorrían la parte de todos, creyéndolas más valiosas que la suya, se dirigió á Ojitos en son de quimera, diciéndole entre zumbón y provocativo:

—¡Capitán, el que parte y reparte...!

—¡Pierde el pan y pierde el perro...!— repuso Ojitos, con esa viveza meridional que le distinguía y le habían hecho siempre ser el primero en echarse el trabuco á la cara ó en empalmarse el cuchillo.

—¡El que parte y reparte,— insistió el Zurdo, ya con mala intención,— jace lo que el capitán; que se quea con el santo y la limosna!

Ojitos palideció hasta el punto de parecer lívido, y haciendo una expresiva señal á los demás Niños que habían dado un paso para acercarse á él, dijo en voz alta é imperiosa:— ¡Quieto too el mundo y dejarme á mí con este poenco! Los capitanes como yo no necesitan repartir bien ni mal, porque es suyo too lo que hay á la vera. ¡Ahora limpíense Vds. las lagañas y vean lo que jace Ojitos...!

Y arrastrando su manta, llena de preciosidades, hasta el borde del Genil, la arrojó en el río con todo lo que contenía, menos pesaroso que aquellos soldados que sepultaron el tesoro de Aladeo, bajo las aguas del Busanto.

Tan atrevido acto produjo en aquellos hombres un movimiento de asombro y expectación; el ruido de tan ricos objetos tragados por las ondas, resonó de modo particular en sus oídos: uno de los Niños no pudo contenerse y exclamó añudando su manta:

—¡El capitán está loco...!

Entre tanto, Ojitos se dirigía al Zurdo, que hacía señas á dos de sus compañeros para que le ayudasen en tan gran lance, y sacando una navaja, corta, ancha y afilada, como aquellos cachicuernos de nuestros antepasados los árabes^ díjole, poniéndosele cara á cara:

—¡Cobarde avaricioso, ahora me vas á entregar tu manta que se me ha puesto entre ceja y ceja!

El Zurdo dio un rugido y los demás Niños callaron como muertos; salió á relucir á su vez la navaja del aludido, y se entabló entre ambos bandidos una lucha terrible y salvaje Quien hubiese visto aquel duelo extraño, tenido a la luz de la luna y entre montones de ricos objetos se habría creído trasportado á la época bárbara y rapaz de los Nibelungos. A los pocos instantes, el contrario de Ojitos acosado por éste, que daba verdaderos saltos de pantera y se quitaba los golpes con el brazo, lanzó un ¡ay!

FACSÍMILE DE UN ESTUDIO DE RAFAEL