capitan se iluminaba gradualmente con los siniestros tintes de un gozo lúgubre.
—Has acabado?—gritó.
—Sí, y esperamos.
—Pues escuchad! Son las nueve ménos diez minutos. Si á las diéz no han bajado por esta escotilla quince fusiles, otros tantos puñales y hachas y treinta pistolas, el « Alcion » con todo lo que lleva consigo habrá saltado, lo ménos media, milla sobre el nivel del mar.
Y uniendo á la voz la accion, abrió la trampa que cerraba la santa bárbara, colocada al pié de su cama, cogió un botafuego, encendiólo, tomó en la otra mano su reloj abierto, bajó la primera grada del terrible depósito, y gritó:
—Va uno! . . . . van dos! . . . . van tres! . . . Estraños murmullos se oyeron en lo alto; deliberaciones desesperadas, gritos de rabia, de temor; imprecaciones, blasfemias!
Y el capitan de pié sobre la santa bárbara, con el botafuego ardiendo en una mano, el reloj en la otra y la frente radiante de una serenidad terrible, gritaba con el acento inexorable del destino.
—Cuatro! . . . . cinco! . . . . seis! Y la superficie de un gran espejo, colocado en la cámara, permitia á los bandidos, verlo en aquella