NUESTRA SEÑORA DE LOS DESAMPARADOS 295
erispadas por nerviosas convulsiones amontonaban puñados de oro, que desaparecian y se renovaban al fatídico caer de los dados, entre aclamaciones y blasfemias.
Apoyado en una de las mesas colaterales, solo, y puesta la mano sobre un cubilete de dados, vestido negro, alta gorguera, y espadin al cinto, hallábase un hombre de edad indefinible, color cetrino, rizada cabellera y barba punteaguda, cuyo bigote se retorcia sombreando una boca de labios delgados y sarcásticos. Habia algo de lúgubre en su espaciosa frente; y bajo sus pobladas y unidas cejas, relampagueaban unos ojos de espresion, á la vez burlona y triste, que fijaban en la puerta la mirada del que espera.
Al divisarlo, Rogerio apartándose de su amigo, fuése derecho á él.
—Me esperabais ?
—Seguro de que vendriais.
—Y no obstante, no ha mucho espresabais audazmente lo contrario.
—Ah! ah! ah! Era para mejor obligaros á venir.
En verdad, próximo á partir, pésame el lastre de oro que llevo conmigo, ganado así tan fácilmente, en un golpe de fortuna; y vedándome la cortesía devolverlo á mis nobles adversarios, deseara que lo recobren, al menos como yo sé he ganado. Por ello he venido aquí. Esta mesa es mi palenque.-