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UNA QUERELLA 75

antes la llenaba; y el pensamiento del suicidio anegó su espíritu, y su mano cogió un revólver.

Pero la vista de aquellas cartas lo detuvo.

—¡ Todavia nó !—se dijo.—Es necesario devolverle sus cartas. . . . ¡Verla otra vez!

Llamó y pidió su caballo.

—¿El señor ignora que son las dos de la mañana? —observó admirado José.

—¿Te lo he preguntado acaso?

José obedeció en silencio.

Cinco minutos despues, Enrique salia de su casa á toda brida.

—¡ Enrique! ¡Enrique!—gritó una voz algo abombada—¿A donde corres así?

Quieres desventurado, hacerme perder la apuesta de un costoso lunch?

Eduardo hablaba todavia, y ya el ginete habia desaparecido.

Media hora mas tarde, con el corazon agitado por un sentimiento indefinible, mezcla confusa de dolor, de cólera y de un gozo amargo, Enrique flanqueaba los vergeles de ese lindo pueblecito, oculto como una violeta entre los oasis sembrados acá y allá, en las riberas del oceano.

De pronto, su caballo, sin necesidad de la brida, se detuvo ante la reja de madera que cercaba un