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DE LOS INSECTOS

mandíbulas algunos granos de arena del fondo de la excavación y sacan al exterior la pesada masa; otros, raspando las paredes del corredor con los acerados rastrillos de los tarsos, forman un montón de escombros y los barren afuera a reculones, haciéndolos rodar por los flancos de los taludes en largos chorros polvorientos. Estas periódicas oleadas de arena, arrojada de la galería en construcción, son las que me denunciaron a mis primeros Cerceris y me hicieron descubrir sus nidos. Otros, sea por fatiga o por haber acabado su ruda tarea, parece que descansan y se limpian las antenas y las alas bajo el resalto natural que casi siempre protege su domicilio, o bien permanecen inmóviles en la puerta de sus agujeros, mostrando solamente sus anchas caras cuadradas, salpicadas de negro y amarillo. Otros, en fin, revolotean con grave zumbido por encima de los matorrales próximos a la coscoja, en donde no tardan en seguirlos los machos, siempre en acecho en las cercanías de las madrigueras en construcción. Fórmanse parejas, turbadas a veces por la llegada de otro macho que trata de suplantar al feliz poseedor. Los zumbidos se hacen amenazadores, sobrevienen riñas, y a veces los dos machos ruedan por el polvo hasta que uno de ellos reconoce la superioridad de su rival. No lejos de allí, la hembra espera indiferente el desenlace de la lucha; por fin acoge al macho que los azares del combate le han dado, y la pareja, volando hasta perderse de vista, va a buscar la tranquilidad en alguna lejana espesura de malezas. A esto se reduce el papel de los machos. La mitad menores que las hembras, y casi tan numerosos como ellas, rondan sin cesar cerca de las madrigueras; pero sin penetrar en ellas y sin tomar parte jamás en