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LA VIDA

ra alguna articulación central. Entonces se vió deslizarse el abdomen del asesino bajo el vientre del Cleonus, encorvarse y meter vivamente dos o tres veces su estilete venenoso por la juntura del protórax, entre los dos primeros pares de patas. Todo acabó en un abrir y cerrar de ojos. La víctima, como herida por el rayo, quedó para siempre inmóvil, sin el menor movimiento convulsivo, sin ninguno de esos estirones de miembros que acompañan a la agonía de un animal. Es terrible, pero, al mismo tiempo, de admirable rapidez. Después, el raptor volvió el cadáver patas arriba, se puso vientre contra vientre, enlazó las patas con las suyas y echó a volar. Tres veces repetí la prueba con mis tres gorgojos; las maniobras fueron siempre iguales.

Cada vez devolví al Cerceris su primera víctima quitándole mi Cleonus para examinarlo detenidamente. Este examen me confirmó en la alta idea que yo tenía del temible talento del asesino. En el punto de ataque es imposible ver la más ligera señal de herida ni el menor derrame de líquidos vitales. Pero, sobre todo, lo que tiene derecho a sorprendernos es el anonadamiento tan rápido y completo de todo movimiento. En vano traté de descubrir huellas de irritabilidad en los tres gorgojos operados a presencia mía. Inmediatamente después del asesinato, jamás se manifestaron ni pinchando ni cogiendo con las pinzas el animal. Para provocarlo fué preciso emplear los medios artificiales descritos más arriba. De modo que aquellos robustos Cleonus que, atravesados vivos con un alfiler y fijos en la tablita fatal de corcho del coleccionista de insectos, se hubieran agitado durante días y semanas y aun meses enteros, perdieron en el acto todos sus movimientos por efec-