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LA VIDA

delicado huevo depositado en medio de víveres animados? ¿Qué sería de la débil larva, gusanillo que la menor cosa puede magullarlo, entre vigorosos coleópteros que durante semanas enteras estuvieron removiendo sus largas patas provistas de espolones? Aquí se requiere —contradicción que parece sin salida— la inmovilidad de la muerte y la frescura de las entrañas de la vida. Ante semejante problema alimenticio permanecería impotente aun el hombre que poseyese la más vasta instrucción; el mismo entomólogo, por práctico que fuese, se declararía inhábil. La despensa del Cerceris desafiaría a su razón.

Supongamos, pues, una Academia de anatómicos y fisiólogos; imaginemos un Congreso en que se tratase la cuestión entre los Flourens, los Magendie y los Claudio Bernard. Para obtener a la vez inmovilidad completa y larga duración de los víveres sin alteración pútrida, la primera idea que brotaría, la más natural, la más sencilla sería la de las conservas alimenticias. Se invocaría algún líquido preservador, como hizo el ilustre sabio de las Landas ante sus Buprestis; se supondrían exquisitas virtudes antisépticas al humor venenoso del himenóptero; pero virtudes tan extrañas quedarían por demostrar. Una hipótesis gratuita que reemplazara la incógnita de la conservación de las carnes por la incógnita del líquido conservador sería quizá la última palabra de la docta asamblea, como fué la última palabra del naturalista landés.

Si se insistiera, si se dijera que las larvas no necesitan conservas, que jamás tendrían las propiedades de una carne todavía palpitante, sino una presa que esté como viva, a pesar de su completa inercia, el sabio Congreso, después de ma-