dura reflexión, detendría sus pensamientos en la parálisis. Sí, eso es. Hay que paralizar la víctima; hay que quitarle el movimiento, pero sin quitarle la vida. Para llegar a este resultado hay un medio único: herir, cortar, destruir el aparato nervioso del insecto en uno o varios puntos hábilmente elegidos.
Pero no habríamos adelantado gran cosa si en tal estado abandonásemos la cuestión a manos poco expertas con los secretos de una anatomía delicada. ¿Cómo está dispuesto, en efecto, ese aparato nervioso que tratamos de atacar para paralizar el insecto sin matarlo, no obstante? Y ante todo, ¿dónde está? En la cabeza, sin duda, y a lo largo del dorso, como el cerebro y la medula espinal de los animales superiores. Grave error, diría nuestro Congreso, pues el insecto es como un animal invertido, que anduviera de espalda, es decir, que en lugar de tener la medula espinal arriba, la tiene abajo, a lo largo del pecho y del abdomen. Luego en esta cara inferior y exclusivamente en ella deberá practicarse la operación en el insecto que se quiere paralizar.
Resuelta esta dificultad, se presenta otra con distinto carácter de gravedad. El anatómico, armado de escalpelo, puede llevar la punta del instrumento al sitio que mejor le parezca, a pesar de los obstáculos, que le es fácil evitar. Pero el himenóptero no puede elegir. Su víctima es un coleóptero sólidamente acorazado, y su bisturí es el aguijón, arma fina, de extrema delicadeza, que la armadura de cuerno detendría invenciblemente. Solamente unos pocos puntos son accesibles a tan débil herramienta, y éstas son las articulaciones protegidas únicamente por una membrana sin resistencia. Además, las articulaciones de los