silencio. Repuesto de su emoción de la mañana, el modelador ha vuelto a bajar a su taller. Inundado de luz y desconcertado por los extraños acontecimientos que mis artificios le suscitan, se desprende al instante de la bola y corre a refugiarse en el piso superior. La pobre madre, perseguida por mis iluminaciones, se va a lo alto, al seno de las tinieblas, pero con pena, a pasos vacilantes. La obra ha progresado. La copa es más profunda, sus gruesos labios han desaparecido, se han adelgazado y estirado en cuello de pera. Pero el objeto no ha cambiado de lugar. Su posición y orientación son exactamente las que tenía anotadas. La cara que se apoyaba en el suelo sigue abajo, en el mismo punto; la cara que miraba a lo alto, continúa arriba; la boca de la orza que estaba a mi derecha reemplazada por el cuello, sigue estando a la derecha. De esto se deducen las conclusiones que acaban de establecer mis afirmaciones anteriores: no hay rodadura, sino simple presión, que amasa y modela.
Al día siguiente, tercera visita. La pera está acabada. Su cuello, que ayer era un saco entreabierto, ahora está cerrado. Luego el huevo está ya puesto; la obra, acabada, no exige ya mas que retoques de pulimento general, a los que sin duda procedía la madre cuando yo la importuné, esa madre tan escrupulosa en la perfección geométrica.
Lo más delicado de la obra se me ha escapado. He visto muy bien en conjunto cómo se obtiene la cámara en que se abre el huevo; el gran reborde que circunda la orza primitiva se adelgaza en lámina bajo la presión de las patas y se alarga en forma de saco, cuya boca va disminuyendo. Hasta aquí se explica perfectamente el trabajo;