tardía. Tales cortezas, secas y muy duras, las deposito en una caja en que conservan su sequedad. Más pronto en unas y más tarde en otras, empiezo a oír en el interior el agrio chirrido de una lima. Es el prisionero, que trabaja para abrirse una salida raspando el muro con el rastrillo de la caperuza y de las patas anteriores. Pasan dos o tres días y la liberación parece que no adelanta.
Acudo en ayuda de un par de ellos abriendo yo mismo una ventana con la punta del cuchillo, creyendo que tal principio de brecha favorecería la salida, presentando al recluso un punto de ataque que bastará agrandar. Pero nada de eso; estos privilegiados no adelantan en su trabajo más de prisa que los demás.
En menos de quince días quedan en silencio todas las peras. Los prisioneros, extenuados por vanas tentativas, han perecido todos. Rompo los ataúdes en que yacen los difuntos. Un pellizquito de polvo, cuyo volumen apenas representa el de un guisante mediano, es todo lo que las robustas herramientas, raedera, sierra, grada y rastrillo han conseguido desprender de la indomable muralla.
Cojo otras cortezas de durezas semejantes, las envuelvo en un paño mojado y las encierro en un frasco. Cuando la humedad las ha penetrado, les quito la envoltura y las mantengo en el frasco cerrado. Esta vez toman los acontecimientos distinto rumbo. Las cortezas, ablandadas a punto por el trapo mojado, se abren, destripadas por el empuje del prisionero, que, apoyándose en las patas, forma palanca con el dorso; o bien, arañadas en un punto, caen en migajas y abren ancha brecha. El éxito es completo. Todos salen sin haber encontrado estorbo alguno; unas cuan-