En efecto; el Copris es de temperamento sedentario. En cuanto encuentra víveres, de noche o en el crepúsculo vespertino, abre una madriguera bajo el montón, antro grosero, en donde podría alojarse una manzana grande. Allí, brazada tras brazada, introduce la materia, que forma techumbre, o, por lo menos, se encuentra en el umbral de la puerta; allí se hunde, sin forma determinada alguna, un volumen enorme de víveres, elocuente testimonio de la glotonería del insecto. El Copris, dedicado enteramente a los placeres de la mesa, no reaparece en la superficie mientras le dura el tesoro. No abandona la ermita hasta después de haber agotado la despensa. Entonces recomienza por la tarde las exploraciones, los hallazgos y las excavaciones para un nuevo establecimiento temporal.
Con este oficio de hornero de inmundicia sin manipulación previa, es evidente que el Copris ignora a fondo, por el momento, el arte de amasar y moldear un pan globular. Sus patas, cortas y torpes, parecen, por lo demás, excluir radicalmente arte semejante.
En mayo, lo más tarde en junio, llega la postura. El insecto, bien dispuesto para tragarse las materias más sórdidas, se hace exigente para el dote de la familia. Lo mismo que el escarabajo pelotero, ahora necesita el producto blando de las ovejas, depositado en una sola pieza. Y aunque sea copiosa, hunde la plasta entera en el lugar en que la encuentra. Exteriormente no queda vestigio alguno. La economía exige que se recojan hasta las migajas.
Se ve, pues, que no hay viaje, ni acarreo, ni preparativo alguno. El pastel ha bajado a la cueva a brazadas, en el punto mismo en que yacía.