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JOAN SARDÁ

de poder contenerse las bocas y las manos de los cien mil espectadores que contemplaban aquella glorificación de Barcelona? ¿Cómo esperar que las manos dejasen de prorrumpir en estrepitoso aplauso, y las bocas en estruendoso viva en el cual saliese afuera, rebosando, el hervor del corazón, honda é intensamente removido? Y, sin embargo, manos y bocas permanecieron inmóviles, quietas, sin traducir impresión alguna. Apagáronse los globos, dejaron de arder las bengalas, enmudeció el repiqueteo de la campana, terminó entre los vecinos aplausos de rigor el himno, y todo el mundo se apresuró, cual si nada extraordinario hubiese acontecido, á buscar sitio desde el cual contemplar la extraordinaria función de pirotecnia que anunciaba el programa.

¿Es que el público no tenía ojos ni oídos ni imaginación? ¿Es que no tenía corazón? ¿Es que reprimía deliberadamente los vuelos de aquélla y los impulsos de éste, ahogando la sinceridad y la espontaneidad de sus impresiones? Algo puede haber de lo primero; algo de lo segundo. Temo que hay de lo tercero más que de lo segundo y de lo primero.

Habíase publicado tres días antes una alocución invitando al vecindario á engalanar balcones y fachadas con banderas y colgaduras, para solemnizar las fiestas de clausura. La idea era oportuna y feliz. Amanecer el sábado Barcelona engalanada en aquella forma pintoresca, ostentar en las perspectivas de sus calles la revuelta coloración del rojo y amarillo de las banderas españolas y catalanas, hubiera sido ponerse al diapasón del día y del momento, hubiera sido decirles á los forasteros que invadían nuestras plazas y paseos: «Vedlo: éste es un pueblo de patrio-