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JOAN SARDÁ

tas, que sabe sentir lo que le glorifica y enaltece, que no esconde, antes publica en franco alarde, el orgullo de sus glorias y de sus éxitos; éste es un gran pueblo porque sabe sentir que lo es». Y, sin embargo, cuando lo lógico era esperar que tal sucediese, resultó que lo real y lo que aconteció no fué lo lógico, antes todo lo contrario. Escasearon, hasta haberlas contadas, las colgaduras de cajón; apenas una docena de industriales exornó con banderas las fachadas de sus tiendas, y nadie dijera que aquellos días eran los días más grandes que registraba la ciudad en los anales de su vida. ¿Era, por ventura, que el público no lo sentía así? ¿Era falta de adaptación entre el entusiasmo oficial y el entusiasmo popular? No: preguntad uno á uno lo que aquellos días pensábamos de la Exposición todos los barceloneses; fijaos en que el concepto general no podía ser más favorable; en que todos hubiéramos querido que no se cerrase todavía, vueltos entusiastas ante el éxito los antes más refractarios. No: nada era de eso: era nuestra maldita propensión al voluntario encogimiento; nuestra constante reserva; nuestro antipático retraimiento. Era cierta ridícula pedantería que traemos todos en el fondo de nuestro temperamento y que nos induce á disimular nuestras impresiones por temor de que, pareciendo exageradas, pasemos por tontos ó por ignorantes ó por primos.

Era algo de esa ridícula pedantería que hace que la primera noche silbemos en el teatro á todas las celebridades dramáticas ó líricas, como diciendo: «¿Si se figurarán que no estamos nosotros acostumbrados á oir grandes actores ó cantantes?» Algo de esa tonta socarronería de nuestra gente del campo cuando se