las afueras de Barcelona; una familia que no da disgustos; un perro, tres gatos y ocho gallinas. No entienden a las personas, y por eso me respetan, me quieren como si yo fuera un hombre igual a los demás. Envejecen tranquilamente a mi lado. Nunca se me ha ocurrido matar una gallina; me desmayo viendo correr la sangre.
Y decia esto con la misma voz quejumbrosa de antes, débil, anonadado, como si sintiera el lento desplome de su interior.
-¿Y nunca tuvo usted familia?
-¿Yo?... ¡Como todo el mundo! A usted se lo cuento, caballero. ¡Hace tanto tiempo que no hablo! ... Mi mujer murió hace seis años. No crea usted que era una de esas mujerzuelas borrachas y embrutecidas, que es el papel que en las novelas se reserva siempre a la hembra del verdugo. Era una moza de mi pueblo, con la que casé al volver del servicio. Tuvimos un hijo y una hija; pan, poco; miseria, mucha, y, ¿qué quiere usted?, la juventud y cierta brutalidad de carácter me llevaron al oficio. No crea que conseguí fácilmente el puesto: has-