ta necesité influencias. Al principio hacíame gracia el odio de la gente: me sentia orgulloso por inspirar terror y repugnancia. Presté mis servicios en muchas Audiencias, rodamos por media España, y los chicos, cada vez más hermosos, hasta que, por fin, caímos en Barcelona. ¡Qué gran época! La mejor de mi vida: en cinco o seis años no hubo trabajo. Mis ahorros se convirtieron en una casita en las afueras, y los vecinos apreciaban a don Nicomedes, un señor simpático, empleado en la Audiencia. El chico, un ángel de Dios, trabajador, modosito y callado, estaba en una casa de comercio; la niña, ¡ cuánto siento no tener aqui su retrato!, la niña, que era un serafin, con unos ojazos azules y una trenza rubia, gruesa como mi brazo y que cuando correteaba por nuestro huertecillo parecia una de esas señoritas que salen en las óperas, no iba a Barcelona con su madre sin que algún joven viniera tras sus pasos. Tuvo un novio formal; un buen muchacho, que pronto iba a ser médico. Cosas de ella y de su madre; yo fingia no ver nada, con esa bondadosa ceguera de los padres que se reservan para el
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Apariencia