mal. Si el mundo se convirtiera en una sola persona; si todos los desconocidos que me robaron a los mios con su desprecio y su odio tuvieran un solo cuello y me lo entregaran, ¡ay, cómo apretaria! ..., ¡con qué gusto!...
Y hablando a gritos se habia puesto en pie, agitando con fuerza sus puños, como si retorciese una palanca imaginaria. Ya no era el mismo ser tímido, panzudo y quejumbroso. En sus ojos brillaban pintas rojas como salpicaduras de sangre; el bigote se erizaba, y su estatura parecia mayor, como si la bestia feroz que dormía dentro de él, al despertar, hubiese dado un formidable estirón a la envoltura.
En el silencio de la cárcel resonaba cada vez más claro el doloroso canturreo que venia del calabozo: «Pa. ..dre... nues.. .tro, que estás... en los cielos...»
Don Nicomedes no lo oía. Paseaba furioso por la habitación, conmoviendo con sus pasos el piso que servía de techo a su víctima. Por fin, se fijó en el monótono quejido.
-¡Cómo canta ese infeliz! -murmuró-.