Y para probar su firmeza de hiena, sin otro amor que el de la sangre, cogió con sus manos huesosas la cara de Marieta, la levantó para verla más de cerca, contemplando sin emoción las pálidas mejillas, los ojos negros y ardientes que brillaban tras las lágrimas.
—¡Bruixa... envenenaora!
Pequeñín y miserable en apariencia, abatió de un empujón á la buena moza; hizo caer de rodillas aquella soberbia máquina de dura carne, y retrocediendo buscó algo en su faja.
Marieta estaba anonadada. Nadie en el camino. Á lo lejos los mismos gritos, el mismo chirriar de ruedas: cantaban las ranas en una charca inmediata; en los ribazos alborotaban los grillos, y un perro aullaba lúgubremente allá en las últimas casas del pueblo. Los campos hundíanse en los vapores de la noche.
Al verse sola, al convencerse de que iba á morir, desapareció toda su arrogancia de buena moza; se sintió débil como cuando era niña y le pegaba su madre, y rompió en sollozos.