que parecía amasado con los huesos y la sangre de las víctimas.
Así transcurrió el tiempo para las dos familias, sin agredirse como en otra época, pero sin aproximarse; inmóviles y cristalizadas en su odio.
Una tarde sonaron a rebato las campanas del pueblo. Ardía la casa del tío Rabosa. Los nietos estaban en la huerta; la mujer de uno de éstos, en el lavadero, y por las rendijas de puertas y ventanas salía un humo denso de paja quemada. Dentro, en aquel infierno que rugía buscando expansión, estaba el abuelo, el pobre tío Rabosa, inmóvil en su sillón. La nieta se mesaba los cabellos, acusándose como autora de todo por su descuido; la gente arremolinábase en la calle asustada por la fuerza del incendio. Algunos, más valientes, abrieron la puerta; pero fue para retroceder ante la bocanada de humo cargada de chispas que se esparció por la calle.
— ¡El agüelo! ¡El pobre agüelo! -gritaba la de los Rabosas, volviendo en vano la mirada en busca de un salvador.
Los asustados vecinos experimentaron