el mismo asombro que si hubieran visto el campanario marchando hacia ellos. Tres mocetones entraban corriendo en la casa incendiada. Eran los Casporras. Se habían mirado cambiando un guiño de inteligencia, y sin más palabras se arrojaron como salamandras en el enorme brasero. La multitud los aplaudió al verlos reaparecer llevando en alto, como a un santo en sus andas, al tío Rabosa en su sillón de esparto. Abandonaron al viejo sin mirarle siquiera, y otra vez adentro.
— ¡No, no! - gritaba la gente.
Pero ellos sonreían, siguiendo adelante: Iban a salvar algo de los intereses de sus enemigos. Si los nietos del tío Rabosa estuvieran allí ni se habrían movido ellos de casa. Pero sólo se trataba de un pobre viejo al que debían proteger, como hombres de corazón. Y la gente los veía tan pronto en la calle como dentro de la casa, buceando en el humo, sacudiéndose las chispas como inquietos demonios, arrojando muebles y sacos para volver a meterse entre las llamas.
Lanzó un grito la multitud al ver a los