de dirección, desorientado, nadando con fuerza, pero sin saber dónde iba.
Los zapatos pesaban como si fuesen de plomo: ¡malditos! ¡la primera vez que los usaba! La gorra le martirizaba las sienes; los pantalones tiraban de él como si llegasen hasta el fondo del mar y fuesen barriendo las algas.
—Calma, Juanillo, calma.
Y arrojó la gorra, lamentando no poder hacer lo mismo con los zapatos.
Tenía confianza. Él nadaba mucho: se sentía con aguante para dos horas. Los de la barca virarían para pescarle: un remojón y nada más... ¿pues qué así como así mueren los hombres? En un temporal, como habían muerto su padre y su abuelo, bueno, pero en noche tan hermosa y con buena mar, morir empujado por una vela sería una muerte de tonto.
Y nadaba y nadaba, siempre creyendo ver aquel fantasma indeciso que cambiaba de sitio, esperando que de la oscuridad surgiera el San Rafael viniendo en su busca.
—¡Ah de la barca! ¡Tío Chispas!... ¡Patrón!