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Página:La Condenada (cuentos).djvu/79

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Pero el gritar le fatigaba y dos o tres veces las olas le taparon la boca. ¡Malditas!... Desde la barca parecían insignificantes, pero en medio del mar, hundido hasta el cuello y obligado a un continuo manoteo para sostenerse, le asfixiaban, le golpeaban con su sorda ondulación, abrían ante él hondas y movibles zanjas, cerrándolas en seguida como para tragarle.

Seguía creyendo, pero con cierta inquietud, en sus dos horas de aguante. Sí; contaba con ellas. Dos horas y más nadaba allá en su playa sin cansancio. Pero era en las horas de sol, en aquel mar de cristal azul, viendo allá bajo, a través de fantástica transparencia, las rocas amarillas con sus hierbajos puntiagudos como ramos de coral verde, las conchas de color rosa, las estrellas de nácar, las flores luminosas de pétalos carnosos estremeciéndose al ser rozados por el vientre de plata de los peces; y ahora estaba en un mar de tinta, perdido en la oscuridad, agobiado por sus ropas, teniendo bajo sus pies ¡quién sabe cuántos barcos destrozados, cuántos cadáveres descarnados por los peces fero-