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L A F A N F A R L O

reconquistar la fe y prendarse con más fuerza de aquello que había perdido, con toda razón, al poseer ahora la ciencia de dirigir su pasión y la de su ser amado.

El rostro de Madame de Cosmelly empezó lentamente a aclararse; su tristeza resplandecía de esperanza como un sol mojado, y, a penas Samuel terminó su discurso, ella vivamente le dijo con el ingenuo ardor de un niño:

–¿Es realmente cierto, señor, que eso sea posible? ¿Existen, para los desesperados, ramas de las que puedan sujetarse?

–Desde luego, señora.

–¡Ah! Me haría la más dichosa de las mujeres el que usted se dignara enseñarme su fórmula…

–¡Nada más fácil! –replicó brutalmente Samuel.

En medio de este galanteo sentimental, la confianza había arribado y, en efecto, había unido las manos de los dos personajes; tan pronto