íntimos la veían de cuando en cuando. ¿Qué venía a decir o hacer en casa de una bailarina magníficamente pagada y mantenida, además de adorada por su amante?, ¿qué venía a ofrecerle él, que no era ni sastre, ni costurera, ni maestro de ballet, ni millonario? Tomó entonces un partido simple y brutal, debía hacer que la Fanfarlo viniese hasta él. En aquella época, los artículos de elogio y crítica tenían mucho más valor que ahora. Las facilidades del folletín, como decía recientemente un valiente abogado en un proceso tristemente célebre, eran mucho mayores que hoy en día. Como ciertos talentos habían capitulado ya ante los periodistas, la insolencia de aquella juventud despistada y aventurera no conocía límites. Así emprendió Samuel –él, que no sabía ni jota de música– la especialidad de los teatros líricos.
Desde entonces, la Fanfarlo fue semanalmente difamada al pie de un importante periódico. No se podía decir ni suponer que ella tuviera la pierna, el tobillo o la rodilla