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L A F A N F A R L O

ruido, las blusas de saltimbanqui, las faldas largas, crujientes, con lentejuelas y adornos de hojalata, que hay que levantar muy alto con la rodilla; al bailar no usaba aros, sino pendientes, e incluso osaría decir lustres. Con gusto llevaría atadas a la parte baja de su falda multitud de pequeñas muñecas extrañas, como hacen las viejas bohemias que adivinan la suerte de una manera amenazante, y que se encuentran en el Sur, en los arcos de las ruinas romanas. Estos atractivos, y otros muchos más, hicieron que el romántico Samuel, uno de los últimos románticos que Francia posee, enloqueciera de amor por ella.

De modo que, después de haber denigrado durante tres meses a la Fanfarlo, quedó perdidamente enamorado, y ella quiso por fin saber quien era el monstruo, el corazón de piedra, el pedante, el pobre diablo que negaba tan obstinadamente la realeza de su genio.

Hace falta hacer justicia a la Fanfarlo, ya que en ella sólo hubo un movimiento de curiosidad,