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L A F A N F A R L O

escritorios; cuando el hombre más falso, el más egoísta, el más sensual, el más goloso, el más espiritual de nuestros amigos se instalaba frente a una deliciosa cena y una buena mesa, en compañía de una de las mujeres más bellas que la naturaleza haya creado para el placer de los ojos. Samuel quiso abrir la ventana para echar una mirada triunfante sobre la maldita ciudad; después, bajando la mirada sobre las diversas delicias que tenía ante sí, se apresuró a disfrutar de ellas.

En compañía de semejantes cosas, debía ser elocuente: por lo tanto, a pesar de su frente demasiado alta, sus cabellos de selva virgen y su nariz de bebedor, la Fanfarlo lo halló casi atractivo.

Samuel y la Fanfarlo tenían exactamente las mismas ideas en cuento a la cocina y al sistema de alimentación necesario para las criaturas de élite. Las carnes desabridas y los pescados sosos estaban excluidos de las cenas de aquella sirena. El champaña rara vez faltaba en su mesa. Los burdeos más famosos y más perfumados cedían el paso al pesado y cargado batallón de los