tado aquí, bebe el negro vino, mientras Hecamede, la de hermosas trenzas, pone á calentar el agua del baño y te lava después la sangrienta herida; y yo, en el ínterin, subiré á un altozano para ver lo que ocurre.»
9 Dijo; y después de embrazar el labrado escudo de reluciente bronce, que su hijo Trasimedes, domador de caballos, dejara allí por haberse llevado el del anciano, asió la fuerte lanza de broncínea punta y salió de la tienda. Pronto se detuvo ante el vergonzoso espectáculo que se ofreció á sus ojos: los aquivos eran derrotados por los feroces teucros y la gran muralla aquea estaba destruída. Como el piélago inmenso empieza á rizarse con sordo ruido y purpurea, presagiando la rápida venida de los sonoros vientos, pero no mueve las olas hasta que Júpiter envía un viento determinado; así el anciano hallábase perplejo entre encaminarse á la turba de los dánaos, de ágiles corceles, ó enderezar sus pasos hacia el Atrida Agamenón, pastor de hombres. Parecióle que sería lo mejor ir en busca del Atrida, y así lo hizo; mientras los demás, combatiendo, se mataban unos á otros, y el duro bronce resonaba alrededor de sus cuerpos á los golpes de las espadas y de las lanzas de doble filo.
27 Encontráronse con Néstor los reyes, alumnos de Júpiter, que antes fueron heridos con el bronce—el Tidida, Ulises y Agamenón, hijo de Atreo,—y entonces venían de sus naves. Éstas habían sido colocadas lejos del campo de batalla, en la orilla del espumoso mar: sacáronlas á la llanura las primeras, y labraron un muro delante de las popas. Porque la ribera, con ser vasta, no podía contener todos los bajeles en una sola fila, y por esto los pusieron escalonados y llenaron con ellos el gran espacio de costa que limitaban altos promontorios. Los reyes iban juntos, con el ánimo abatido, apoyándose en las lanzas, porque querían presenciar el combate y la clamorosa pelea; y cuando vieron venir al anciano, se les sobresaltó el corazón en el pecho. Y el rey Agamenón, dirigiéndole la palabra, exclamó:
42 «¡Oh Néstor Nelida, gloria insigne de los aqueos! ¿Por qué vienes, dejando la homicida batalla? Temo que el impetuoso Héctor cumpla la amenaza que me hizo en su arenga á los teucros: Que no regresaría á Ilión antes de pegar fuego á las naves y matar á los aquivos. Así decía, y todo se va cumpliendo. ¡Oh dioses! Los aqueos, de hermosas grebas, tienen, como Aquiles, el ánimo poseído de ira contra mí y no quieren combatir junto á los bajeles.»
52 Respondió Néstor, caballero gerenio: «Patente es lo que dices,