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LA ILÍADA

tera, ni el león, ni el dañino jabalí que tienen gran ánimo en el pecho y están orgullosos de su fuerza, se presentan tan osados como los hábiles lanceros hijos de Panto. Pero el fuerte Hiperenor, domador de caballos, no siguió gozando de su juventud cuando me aguardó, después de injuriarme diciendo que yo era el más cobarde de los guerreros dánaos; y no creo que haya podido volver con sus pies á la patria, para regocijar á su esposa y á sus venerandos padres. Del mismo modo te quitaré la vida á ti, si osas afrontarme, y te aconsejo que vuelvas á tu ejército y no te pongas delante; pues el necio sólo conoce el mal cuando ha llegado.»

33 Así habló, sin persuadir á Euforbo, que contestó diciendo: «Menelao, alumno de Júpiter, ahora pagarás la muerte de mi hermano, de que tanto te jactas. Dejaste viuda á su mujer en el reciente tálamo; causaste á nuestros padres llanto y dolor profundo. Yo conseguiría que aquellos infelices cesaran de llorar, si llevándome tu cabeza y tus armas, las pusiera en las manos de Panto y de la divina Frontis. Pero no se diferirá mucho tiempo el combate, ni quedará sin decidir quién haya de ser el vencedor y quién el vencido.»

43 Dicho esto, dió un bote en el escudo liso del Atrida; pero no pudo romper el bronce, porque la punta se torció al chocar con el fuerte escudo. Menelao Atrida acometió, á su vez, con la pica, orando al padre Júpiter; y al ir Euforbo á retroceder, se la clavó en la parte inferior de la garganta, empujó el asta con la robusta mano y la punta atravesó el delicado cuello. Euforbo cayó con estrépito, resonaron sus armas y se mancharon de sangre sus cabellos, semejantes á los de las Gracias, y los rizos, que llevaba sujetos con anillos de oro y plata. Cual frondoso olivo que plantado por el labrador en un lugar solitario donde abunda el agua, crece hermoso, es mecido por vientos de toda clase y se cubre de blancas flores; y viniendo de repente el huracán, lo arranca de la tierra y lo tiende en el suelo; así Menelao Atrida dió muerte á Euforbo, hijo de Panto y hábil lancero, y en seguida comenzó á quitarle la armadura.

61 Como un montaraz león, confiado en su fuerza, coge del rebaño que está paciendo la mejor vaca, le rompe la cerviz con los fuertes dientes, y despedazándola, traga la sangre y las entrañas; y así los perros como los pastores gritan mucho á su alrededor, pero de lejos, sin atreverse á ir contra la fiera porque el pálido temor los domina; de la misma manera ninguno tuvo ánimo para salir al encuentro del glorioso Menelao. Y el Atrida se habría llevado fácilmente las magníficas armas de Euforbo, si no lo hubiese impedido