raba que con la lanza en la mano pudiese combatir con los teucros.—Contra Héctor, que perseguía á Leito, arrojó Idomeneo su lanza y le dió un bote en el peto de la coraza, junto á la tetilla; pero rompióse aquélla en la unión del asta con el hierro; y los teucros gritaron. Héctor despidió su lanza contra Idomeneo Deucálida, que iba en un carro; y por poco no acertó á herirle; pero el bronce se clavó en Cérano, escudero y auriga de Meriones, á quien acompañaba desde que partieron de la bien construída Licto. Idomeneo salió aquel día de las corvas naves al campo, como infante; y hubiera proporcionado á los teucros un gran triunfo, si no hubiese llegado Cérano guiando los veloces corceles: éste fué su salvador, porque le libró del día cruel al perder la vida á manos de Héctor, matador de hombres. Á Cérano, pues, hirióle Héctor debajo de la quijada y de la oreja: la punta de la lanza hizo saltar los dientes y atravesó la lengua. El guerrero cayó del carro, y dejó que las riendas vinieran al suelo. Meriones, inclinándose, recogiólas, y dijo á Idomeneo:
622 «Aguija con el látigo los caballos hasta que llegues á las veleras naves; pues ya tú mismo conoces que no serán los aqueos quienes alcancen la victoria.»
624 Así habló; é Idomeneo fustigó los corceles de hermosas crines, guiándolos hacia las cóncavas naves, porque el temor había entrado en su corazón.
626 No les pasó inadvertido al magnánimo Ayax y á Menelao que Júpiter otorgaba á los teucros la inconstante victoria. Y el gran Ayax Telamonio fué el primero en decir:
629 «¡Oh dioses! Ya hasta el más simple conocería que el padre Jove favorece á los teucros. Los tiros de todos ellos, sea cobarde ó valiente el que dispara, no yerran el blanco, porque Júpiter los encamina; mientras que los nuestros caen al suelo sin dañar á nadie. Ea, pensemos cómo nos será más fácil sacar el cadáver y volvernos, para regocijar á nuestros amigos; los cuales deben de afligirse mirando hacia acá, y sin duda piensan que ya no podemos resistir la fuerza y las invictas manos de Héctor, matador de hombres, y pronto tendremos que refugiarnos en las negras naves. Ojalá algún amigo avisara al Pelida, pues no creo que sepa la infausta nueva de que ha muerto su compañero amado. Pero no puedo distinguir entre los aquivos á nadie capaz de hacerlo, cubiertos como están por densa niebla hombres y caballos. ¡Padre Júpiter! ¡Libra de la espesa niebla á los aqueos, serena el cielo, concede que nuestros ojos vean, y destrúyenos en la luz, ya que así te place!»